miércoles, 13 de octubre de 2010

LA SALVACIÓN COMO META A ALCANZAR

Como cristianos tenemos una sola meta a alcanzar mientras peregrinamos en esta tierra: la salvación, que es el estado de gracia por el cual Dios nos libera de nuestros pecados, nos devuelve a la libertad y nos hace sentir verdaderamente hijos suyos. La salvación es un don que Dios nos ha concedido por los méritos de Jesucristo y que nosotros aceptamos con fe (Ef 2,4-8), pero aún no la tenemos de modo pleno, sino hasta el final de los tiempos. Por eso dice San Pablo que estamos salvados pero en esperanza (Rom 8,24), y que por tanto hay que procurar esta salvación con santo temor (Flp 2,12).

Las cosas que en la vida nos puedan ocurrir, antes de juzgarlas como buenas o malas, no son otra cosa sino “invitaciones” que Dios nos hace para acercarnos más a él, es decir, para aceptar su salvación con humildad y fe. Entonces, las cosas que consideramos buenas como la salud y la fortuna, o las que consideramos malas como la enfermedad y ciertos problemas, no son sino medios para obtener la salvación que es nuestra meta. A veces sucede que, cuando estamos enfermos, pedimos a Dios que nos dé la salud, y una vez que nos la concede nos olvidamos de él. También le pedimos que resuelva nuestros problemas, y cuando estos se ven resueltos nos olvidamos de agradecerle. Esta es la actitud propia de quien absolutiza los medios, buscando más la salud de un mal físico o la solución de sus problemas que la salvación, nuestra meta a alcanzar, ignorando que no hay mayor salud y solución a nuestra vida que la salvación, el estar en gracia de Dios. Lo demás es secundario. Nuestra fe no es solo un pedir, es ante todo un agradecer.

Una vez vinieron a Jesús diez leprosos pidiendo la curación y, obedeciendo la orden de Jesús de presentarse a los sacerdotes, quedaron curados en el camino. Pero solo uno volvió donde Jesús para agradecerle, porque en él había reconocido no a un simple curandero, sino a Alguien que da la salvación, algo mucho mayor que una simple curación (Lc 17,11-19). Al fin y al cabo, las enfermedades como los problemas de la vida van y vienen. Como seres humanos, limitados, estamos expuestos a todo. Lo único que cambia nuestra vida, la transforma y la convierte es la salvación aceptada con fe. Por eso dice San Pablo: “Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10,9). En adelante, por consecuencia, nuestra vida tiene un cambio sustancial, tanto en el modo de vivirla y asumirla como de afrontarla. Los otros nueve leprosos que no volvieron donde Jesús solo buscaban la curación de un mal particular, no les interesaba la salvación, un cambio de vida. Obtenida la curación, creían que Jesús ya no les hacía falta, ya lo volverían a buscar cuando se presentara una nueva necesidad. Quedaron curados, sí, pero sus vidas seguían igual que antes.

¿Y qué decir si Dios permite la enfermedad o un problema en que parece no haber solución? Pues aún esto es una gracia, porque en ello Dios nos da la oportunidad de acercarnos a él, de reconciliarnos con él y de interceder por los demás. Decía San Pablo: “Todo lo soporto por amor a los elegidos, para que ellos también obtengan la salvación de Jesucristo y la gloria eterna” (2Tim 2,10). En la vida, como todo se puede ganar como todo se puede perder ¿Qué es lo único que no podríamos perder sin nuestro consentimiento?: nuestra salvación obtenida con una fe firme. Quien acaricia la salvación y es constante en ella, ya va degustando esa paz, esa serenidad, esa libertad, ese amor, esa justicia que solo Dios puede dar, sea cual sea su situación.

Nos nutrimos de salvación en los sacramentos como el santo bautismo donde fuimos lavados de nuestros pecados, la reconciliación y la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en la oración, en las obras de caridad, en nuestra lucha constante por la verdad, la justicia y la paz, etc. La salvación es el mejor regalo que Dios nos pudo haber dado en la persona de su Hijo, nuestro Salvador, y será plena cuando estemos con él cara a cara (Ap 22,4). No dejemos pasar cada oportunidad que Dios nos concede, sea próspera o adversa, para darle gracias por todo y poder así escuchar de labios de su propio Hijo: “Levántate, vete. Tu fe te ha salvado” (Lc 17,19).

Para reflexionar:

¿En mi vida de fe estimo más la salvación que la solución de una enfermedad o de un problema? ¿A Dios lo busco más para obtener beneficios particulares que para agradecerle por todo lo que permite que suceda en mi vida? ¿De qué manera cultivo o nutro la salvación en mi vida de fe? ¿Cómo compruebo que estoy en camino de salvación?