domingo, 15 de agosto de 2010

FE EN DIOS

En lo personal ninguna definición de lo que es fe hasta hoy me ha dejado satisfecho, quizás porque habría que definir la fe no tanto por las palabras, sino por su vivencia. Sin embargo, la Carta a los Hebreos dice “la fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1). Ciertamente, la fe entraña una espera de algo que aún no es patente, a menos que lo único patente sea una promesa por la cual el creyente se pone en marcha a vivir la aventura de la fe, eso sí, con una esperanza a toda prueba.

Los creyentes tenemos un prototipo en la persona de Abraham, nuestro padre en la fe, quien creyó en Dios y Dios se lo tuvo en cuenta (Gn 15,6). Salió en búsqueda de una tierra que Dios le iba indicar, y por ello dejó su mundo: su tierra, sus parientes, la casa de su padre, (Gn 12,1) todo lo que para un hombre significa su patrimonio, su seguridad, su vida misma. Inició una nueva vida a sus ¡75 años de edad! (Gn 12,4) con la única confianza de que Dios cumpliría la promesa que le hizo: hacer de él un gran pueblo sobre el cual haría descender su bendición (Gn 12,2). Esperó pacientemente a que Dios le diera una muestra de fidelidad a su promesa haciéndole nacer un hijo de Sara, su mujer, a pesar de la avanzada edad de ambos (Gn 17,17). Este acontecimiento, sin duda alguna, llenó de inmensa alegría a Abraham, pues por fin obtenía aquello que tanto quería: un hijo.

Sin embargo, ¿acaso la fe de Abraham escondía algún interés o era totalmente sincera? Qué tal si no le hubiera nacido ese hijo ¿su fe en Dios seguiría firme? La prueba a la cual Dios lo somete toca las fibras más íntimas de todo hombre: renunciar a lo más querido para dejar bien en claro que no debe haber nada ni nadie que condicione la fe en Dios. Dios le pide a Abraham que le entregue en sacrificio a su único hijo, ¡lo más querido por él! (Gn 22,1-2). Nada fácil tuvo que haber resultado esta prueba de desprendimiento de su hijo para el padre en la fe. Y sin embargo, cuando ya estaba presto para asestar el puñal en la humanidad de su hijo, el ángel del Señor lo detuvo. Así quedó probada la total sinceridad de la fe de Abraham: que ni su único hijo, lo más querido por él, le había negado a Dios (Gn 22,10-12; Heb 11,17).

Esta misma fe en Dios se completa de modo excelso en la persona de Cristo, a quien Dios Padre entregó por nuestros pecados. En efecto, el Hijo de Dios, Jesucristo, renunció a la gloria que tenía con el Padre desde antes de los siglos (Col 1,17) para poner su morada entre nosotros los hombres (Jn 1,14). Asumió nuestra condición humana con todas sus limitaciones, excepto en el pecado (Heb 4,15). Y, por nuestra salvación, llegó hasta el máximo suplicio de la cruz entregando su vida en las manos del Padre (Lc 23,46). Pero el Padre, que nunca olvida a quienes a Él se confían a pesar de todo, se acordó de él resucitándolo de entre los muertos (Hch 3,15) y que ahora reina glorioso por los siglos de los siglos e intercede por nosotros.

No hemos buscado definir conceptualmente la fe, más bien hemos presentado algunas pinceladas de la vida de Abraham y de Jesús, para entresacar lo que implicaría vivir la fe en Dios. Ante todo sería una renuncia a determinadas seguridades de las que fuimos haciendo nuestro mundo. Sería también un ponerse en marcha en pos de una promesa por la cual vale la pena dejarlo todo. Incluiría, desde luego, una esperanza o una perseverancia a toda prueba que ponga tan solo a Dios, una y otra vez, como el centro de nuestras vidas.

Por último, no olvidemos que la fe es un don de Dios, una llamada a la cual respondemos con total libertad y voluntad, asintiendo con el entendimiento a lo que Dios nos revela. Y para que no flaquee ante las contrariedades de la vida, continuamente, con humildad, hay que elevar nuestro ojos al cielo y exclamar: “Señor, yo creo, pero ayúdame a tener más fe” (Mc 9,24).

Para reflexionar:

¿Qué tanto estoy viviendo lo que serían las implicaciones de la fe en Dios? ¿Vivo mi fe como un acto valiente de confianza en Dios, o la vivo de modo infantil, llena de miedos y seguridades? ¿Qué cosas he sacrificado en mi vida, o qué cosas estaría dispuesto a sacrificar por ponerme en el camino del Señor?

EL ENCUENTRO CON JESÚS

"No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus Caritas Est 1). Estas son las palabras de Benedicto XVI que pone en el centro ese suceso maravilloso que transforma la vida de cualquier persona: el encuentro con Jesús. Y solo el cristiano verdadero sabe dar testimonio de tal encuentro.

Pero ¿qué significa encontrarnos con Jesús? Sea lo que signifique, la consecuencia de este encuentro no será otro que un gozo indescriptible que nos lleve a dejar nuestra vida anterior por una nueva en la que tengamos a Jesús como el Señor de nuestra vida. Entonces, Jesús vendría a ser ese tesoro escondido en un campo que al descubrirlo, llenos de alegría, vendemos todo por adquirir ese campo; o bien, vendría siendo esa perla de gran valor y que al encontrarla vendemos todas las demás por adquirir esa perla que es única (Mt 13,44-46).

Sin embargo, aventurémonos en dilucidar qué puede significar ese encuentro con Jesús. Tarea nada fácil para quien, más que haberse encontrado con Jesús, humildemente debe reconocer que todavía, con altibajos, está en búsqueda de Jesús, que ya es una gracia nada desdeñable. Antes que nada habría qué reconocer que nosotros no encontramos primero al Señor, sino que es el Señor quien primero sale a nuestro encuentro. Dice la Carta a los Hebreos "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio de su Hijo" (Heb 1,1-2). En efecto, cuando el hombre por desobediencia se apartó de Dios, Dios nunca dejó de venir a su encuentro ni le retiró su amor, amor que halla su culmen al haber entregado a su propio Hijo por nuestros pecados y tuviéramos vida eterna (Jn 3,16). Y en este Hijo, que no es otro sino Jesús, se nos revela el rostro de Dios Padre (Jn 14,9), el mismo que no deja de venir a nuestro encuentro porque nunca ha querido vernos solos, mucho menos enemistados con él.

El encuentro con Jesús marca un antes y un después en nuestras vidas. Nada mejor que el evangelio de Juan para describir cómo en una cadena ininterrumpida sus primeros discípulos fueron pasando la voz a otros dando testimonio de este encuentro que seguramente los había dejado tan fascinados que dejaron sus vidas anteriores por ir detrás de él (Jn 1,35-51). Entonces, el encuentro con Jesús implica necesariamente un cambio de vida, a lo que llamamos conversión. Y es que uno no puede quedar igual después de haberlo encontrado y experimentado la fuerza de su amor que nos da la paz y el perdón, la solidez de su verdad y de su justicia que nos devuelve a la dignidad de hijos e hijas de Dios. No podemos quedar igual porque descubrimos que en cada persona tenemos un hermano hacia el cual ya no podemos quedar indiferentes, porque es en cada ser humano, especialmente en los más necesitados, en donde el Señor busca ser descubierto (Mt 25, 31-46). Ya no podemos seguir igual que antes porque lo que era tan preciado por nosotros, ahora, comparado con Cristo, ya no merece el menor interés (Flp 3,7-8). ¿Qué maravilla de encuentro con Jesús pudo tener san Pablo en su camino a Damasco, que de perseguidor de cristianos pasó a ser el más ferviente anunciador del evangelio de todos los tiempos sin importarle poner en riesgo su vida? (Hch 21,13).

Y por último, un encuentro de tal naturaleza, que se alimenta de la Palabra de Dios y la oración, necesariamente tiene que ser compartido, es decir, nos empuja a la misión. Una buena noticia no puede no ser comunicada. Se anuncia por sí misma. Por eso "conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor al llamarnos y elegirnos nos ha confiado" (Aparecida 18).

Para reflexionar:

¿Cuáles son esos gestos o actitudes que demuestran mi encuentro con Jesús? ¿Qué puede impedir o retardar mi encuentro con el Señor? ¿Aún me escondo del Señor por temor a las exigencias ignorando el gozo sin precedente que me puede regalar?

EMPATIZAR CON JESÚS

Nuestras relaciones con las personas o situaciones generalmente se mueven en los siguientes niveles de afectos: apatía, simpatía y empatía. La apatía es la actitud de quien muestra un total desinterés por los demás, incluso por sí mismo. Es la indolencia ante los sufrimientos de otros, es la falta de vigor ante las adversidades. En este nivel están quienes detestan las exigencias. En cambio, la simpatía es el modo por el cual determinada persona nos es atractiva o agradable. Es el nivel en que se da una especie de intercambio de afectos mutuos de manera espontánea pero que aún le falta el componente de una mayor implicación que haría de una relación algo más sólido y estable, o en todo caso, su implicación buscaría una cierta compensación. Por su parte, la empatía es el nivel que nos hace sentir los sentimientos o las emociones de otros como si fueran de uno mismo. Con ella se tiene la capacidad de estar literalmente en los zapatos o en el pellejo de otro para comprenderlo mejor, lo cual nos libera del juicio y la condena. Es saber apreciar el mundo como el otro lo aprecia, es el nivel de quien asume compromisos de por vida con y por los demás hasta la última exigencia.

La relación de afecto que sostuvo Jesús con los hombres fue, sin duda, el de la empatía, pues él se hizo uno como nosotros en todo, excepto en el pecado (Heb 4,15). Asumió nuestra condición humana con todas sus limitaciones. Buscando liberarnos de todo aquello que atropellara la dignidad humana (leyes injustas, enfermedades, exclusiones, posesiones diabólicas, explotaciones, etc.) no rehuyó enfrentarse a los poderosos de su tiempo. Incluso, por nuestros pecados llegó a ocupar el sitio que, por ser inocente, no le correspondía: la muerte en cruz; en efecto, fue tal su compromiso de amor por nosotros que no escatimó la ignominia de la cruz. Además, nos devolvió la esperanza y el sentido de la fe con su resurrección.

Nuestra relación con Jesús puede ser apática si no somos capaces de dar fruto por miedo de no estar a la altura de las exigencias o por incapacidad de renunciar a nuestras seguridades. Es la actitud de aquel que esconde su talento y que por no trabajarlo descubre que no tiene nada que dar a cambio (Mt 25,24-27). O bien, nuestra relación con Jesús puede resultar simpática, cuando buscamos triunfo, reconocimiento, poder, prestigio, comodidad, etc. Se sigue un Jesús buena onda, uno que nos hemos hecho a nuestra medida para asegurarnos una vida cómoda, un espacio que, sin saberlo cómo, poco a poco nos fue encapsulando. Ejemplo de ello es aquel hombre importante -o el joven rico-, que se creía buena gente, que simpatizaba con la persona de Jesús, pero que a la hora decisiva de dejarlo todo para seguirlo prefirió optar por sus riquezas. Su desenmascaramiento le dio mucha tristeza (Lc 18,18-23).

Empatizar es el afecto del desprendimiento, la capacidad de salir de nuestra cómoda situación para ubicarnos en la situación de los demás. Es romper con amarras, miedos y prejuicios que nos impiden hacernos cercanos con los hombres. Es la actitud de quien asume compromisos duraderos sin prisas ni desesperaciones porque sabe caminar pacientemente al ritmo de los demás y sin los cuales no se atrevería a emprender nada. Empatizar con Jesús es saber ver el mundo con los ojos de Dios, es amar los hombres y el mundo como los ama Dios. Ponerse en las sandalias de Jesús es vibrar de alegría y de agradecimiento por los dones tan maravillosos que Dios día a día nos concede, pero también es ponerse en la cruz para contemplar el mundo con ojos de misericordia. Empatizar con Jesús es hacer nuestra su vida misma, hasta poder decir junto con san Pablo: "Y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20).

Para reflexionar:

¿En qué nivel de afectos me encuentro en relación a Jesús: apatía, simpatía o empatía? ¿Qué obstáculos encuentro para llegar al nivel de empatía o mantenerme en este nivel? ¿De qué manera hago mía la vida de Jesús, su pasión por el reino, por la vida y por el hombre?