martes, 6 de septiembre de 2011

LIBERTAD Y SEGURIDAD

Existe un cierto perfil de persona que, en su afán por conseguir ciertas seguridades (poder, dinero, bienes, aceptación, reconocimiento, títulos, fama, comodidad, placer, etc.), sin darse cuenta, se va volviendo esclavo de esas mismas seguridades, de tal manera que llega a pensar que este es el único modo de ser feliz y que sería imposible otro modo de vida en la cual no se pudiera gozar de tales privilegios.

Sin embargo, la persona está llamada a vivir la aventura de la libertad. Y la libertad, como corcel indómito nos provoca con tal ímpetu a ir más allá cuanto más nos empeñamos en obtener aquello que luego se convertirá en atadura para nuestro espíritu, de este espíritu que nos ha sido dado con un par de alas grandes para poder volar hacia nuevas latitudes, hacia donde no tengamos que depender de ninguna atadura que por mucha seguridad que nos brinde no deja de robarnos tiempo, atención, preocupación y que termina por cansarnos. Pero hay que tener en cuenta que son pocas las personas que estarían dispuestas a pagar el precio de la libertad, porque la libertad no exige seguridad alguna, sino confianza y amor (E. Arens).

A la libertad le encanta ir siempre más allá de lo que ha conseguido, hacia un terreno antes nunca explorado. Sin seguridad alguna de lo porvenir la libertad precisa de confianza, a esta confianza la mueve el amor que todo lo espera y todo lo puede, y el amor odia lo rutinario, como es creativo siempre se inventa lo nuevo. De ahí que nuestra libertad esté en constante búsqueda, es decir, deja lo asegurado que nunca satisface por buscar algo aún mejor y que pueda dar mayor satisfacción a nuestro espíritu. Sin embargo, cuando emprendemos la marcha arriesgando todo por experimentar la libertad, en el proceso empezamos a sentir las exigencias del cambio de vida y no nos faltarán las quejas propias de quien se aventura a atravesar un desierto agreste. Entonces se asoma la gran tentación de volver atrás, a nuestras seguridades de antes donde, aunque presos de la rutina y la costumbre, estábamos simplemente tranquilos, sin las penurias propias de quien se pone en marcha. Es cuando pensamos aquel dicho que dice: mejor malo por conocido que bueno por conocer.

Y si llegáramos a dar marcha atrás, aun en aras de la prudencia, estaríamos claudicando cobardemente ante la posibilidad que nos abre el destino de ser nuevamente libres. Libres de ese mundo que nos hemos creado a nuestra a imagen y semejanza con seguridades que delatan al mismo tiempo nuestros temores. Libres de ese mundo que teníamos en nuestras manos y que sin saberlo cómo pasamos a estar en sus manos, y que ahora agobia nuestra vida, nuestra pobre vida que al final de su existencia con nada se quedará.

Jesús nos dice “vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados y yo les daré alivio” (Mt 11,28). Solo Jesús es quien nos colma. Él es nuestro descanso, él desata nuestras amarras de falsas seguridades de miedos y prejuicios. Él es nuestra paz (Ef 2,14), y en su nombre todo lo podemos (Flp 4,13). Jesús nos invita a confiar en el Padre, que con su gracia nos ha de sostener y no permitirá que nos falte nada, porque si a las aves del cielo las alimenta y no deja sin vestido a los lirios del campo ¡qué no hará por nosotros que somos sus hijos e hijas muy amados! (Mt 6,26.28-30). Necesitamos de mayor confianza en Dios como el niño en brazos de su madre, rompiendo la barrera de nuestras seguridades, viviendo la aventura de la libertad, para así sentir de qué manera a cada paso el Señor nos lleva de su mano.

Para reflexionar:

¿Privilegio más mi libertad que mi seguridad? ¿De qué manera cada día voy ganando mi libertad? ¿Qué cosas están haciendo de mí una persona instalada y acomodada a quien le cuesta bastante ponerse en marcha hacia nuevos senderos?

martes, 26 de julio de 2011

LOS VALORES Y LA PERSONA HUMANA

En estos tiempos cuántas veces no hemos escuchado que estamos viviendo una pérdida de valores cuando constatamos que, de una u otra manera, en nuestra sociedad, existe un debilitamiento del respeto por la persona humana. Y es que los valores solo valen cuando sirven al bien de la persona. En realidad, lo que vivimos es una crisis de valores porque los hemos relativizado, es decir, se viven no de un modo objetivo sino según el parecer o los intereses de cada quien, de este modo terminamos por relativizar a la persona que es la dignidad más alta en cuanto ser trascendente, imagen y semejanza de Dios. Olvidar esto es perder el sentido de los valores. Los valores, pues, son en función de la persona.

Consideramos como valor aquello que ennoblece, que nos ayuda a llevar una sana convivencia con los demás y a crecer como personas, aún si ese valor nos lleva al sacrificio de la propia vida, siempre y cuando sea por una causa noble, es decir, cuando se persigue el bien de la persona. Es por los valores que una persona tiene principios y es fiel a ellos aunque a otros no les importe. Cuando los valores no se asumen se cae fácilmente en el fingimiento, se proyectan hacia fuera ciertos valores que no provienen del corazón, y a la menor oportunidad viene el ensañamiento. Es cuando aparece la hipocresía. Entonces, ¿de qué nos servirían la responsabilidad, la devoción, el orden, etc. si empezamos a juzgar o criticar a los demás tan solo porque no son como nosotros? ¿Acaso nos creemos mejores que otros?

En el plano religioso, Jesús fustigó duramente a los fariseos, a quienes llamaba hipócritas porque, a pesar de cumplir con las exigencias la Ley, con lo que se creían justos, eran indolentes con las personas que no podían cumplir como ellos. Y les reprochaba que descuidaban lo más importante de la ley: la voluntad de Dios, la misericordia y la fe (Mt 23,23; Lc 11,42). Por eso mismo, no dudó en justificar al publicano, quien sí reconocía sus pecados, frente aquel fariseo que se vanagloriaba de sus méritos y de no ser como los demás (Lc 18,9-14). Para el pueblo de Israel el cumplimiento de la Ley era estar en gracia de Dios, y algunos sectores creían que bastaban oraciones, ayunos y limosnas para quedar bien con Dios aunque fueran indiferentes con el prójimo. Los profetas condenaban esta actitud hipócrita. Uno de ellos fue Isaías, para quien Dios estaba harto de prácticas religiosas cuando no procedían de un corazón sincero, por ello exigía buscar el derecho, proteger al oprimido, socorrer al huérfano y a la viuda (Is 1,10-20). No hay valor que valga si se olvida el respeto por la dignidad de la persona humana. Y Jesús rescató a la persona poniéndola al centro de cualquier valor, así fuera la más pecadora.

Los valores bien asumidos no se fuerzan, se viven con gusto y desde la convicción, con total libertad. Por ellos damos a conocer lo que somos, lo que vivimos y lo que queremos llegar a ser, y por ellos seremos recordados aún después de nuestra vida como una huella imborrable. Los valores pueden perfeccionarse, hay que pulirlos constantemente porque su descuido puede llevarnos a un retroceso. Ahora bien, los valores no tienen precio, son innegociables en cualquier circunstancia. Son nuestros principios. Quien acceda a negociar sus valores se estaría prostituyendo porque sería ponerse precio a sí mismo, y ponerse precio es permitir que los demás pasen por encima de nuestra dignidad humana, algo verdaderamente lamentable.
En estos tiempos de consumo se tiene la costumbre de valorar todo desde el provecho que podemos obtener, y la relación ya no es de persona a persona, sino de consumidor a objeto, y por objeto se toma incluso a la persona en función del propio interés. Esta tergiversación de valores nos lleva a valorar a la persona ya no por lo que es, sino por lo que tiene o produce. Para que los valores se recobren auténticamente habrá que empezar por el respeto irrestricto a la persona humana desde su concepción en el vientre materno hasta su muerte natural, sea cual sea su condición: credo, raza, sexo, cultura, etc.

Que el Señor, que nos enseñó a amar al prójimo como a uno mismo, nos dé la sensibilidad de poner a la persona humana no como medio, sino como fin de cada uno de nuestros valores, tratando a los demás como nos gustaría ser tratados por ellos mismos (Lc 6,31).
Para reflexionar:

¿Por qué es tan urgente rescatar los valores? ¿La persona humana es la parte central de mis valores? ¿A nivel personal, a nivel social y como Iglesia qué podemos hacer para promover la práctica de valores?

domingo, 22 de mayo de 2011

Y USTEDES ¿QUIÉN DICEN QUE SOY YO?

Querido Jesús:

Acabo de leer en tu evangelio una pregunta que haces a tus discípulos y que no deja de cuestionarme: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?” (Mc 8,29). Y me cuestiona porque mientras no defina quién eres para mí no tendré suficientemente claro de qué manera te pueda seguir y servir. Es por eso que te escribo esta misiva para tratar de darte una respuesta. Ya de entrada deja decirte que cualquier respuesta que te dé probablemente no me dejará satisfecho, no sé si a ti. Seguramente esta pregunta me acompañará toda la vida sin haber dado con una respuesta del todo satisfactoria.

Podría responderte lo que la gente común de tu tiempo decía de ti: que si eres Juan el Bautista, Elías u otro profeta (Mc 8,28), porque se han deslumbrado con tus signos maravillosos. En los tiempos actuales muchos te ven tan solo como un carismático, alguien que trajo al mundo un mensaje de paz. Los hubo incluso quienes, no hace mucho, te confundían con un revolucionario, amigo de las masas que llamaba a un cambio radical, así fuera por las armas. Todavía hay quienes te ven como un curandero, alguien a quien recurrir por un milagro para que sus problemas se vean solucionados y nada más.

También podría responderte aventuradamente como Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). ¿Y para qué? ¿Acaso para buscar tu favor de que le des el visto bueno a mis pensamientos que se acomodan más al modo de ser de los hombres que al de Dios? ¿No buscaría con ello desviarte de tu misión y conducirte a la gloria que da el mundo sin que pases por la fuerza liberadora y purificadora de la cruz, y así, al amparo de tu nombre, poder vivir de privilegios?

Pero no. Tú me pides una respuesta personal, nacida de un auténtico encuentro contigo que me lleve a dejarlo todo, a abrazar tu vida y tu pasión por el reino y por el hombre. Una respuesta que me permita dejarme moldear por ti desde dentro para llegar a ser un hombre nuevo. Una respuesta que sea signo de mi obediencia incondicionada a ti y a tu misión hasta las últimas consecuencias. En fin, una respuesta que me lleve a ser como tú, entiendo por ello: a vivir como tú moriste y a morir como tú viviste.

Lamento decirte que tal respuesta aún escapa a mis posibilidades. Quizá porque en el fondo escondo un cierto temor. Qué tal si mi respuesta es mezquina o mediocre buscando disuadirte mereciendo por ello tremenda reprimenda que le diste a Pedro llamándolo satanás (Cf. Mc 8,33). Tal vez me cuesta decir quién eres para mí por temor a tus exigencias o por sentirme demasiado débil como para cargar con mi cruz de cada día, porque, no pocas veces me sucede que, cuando más seguro me siento en tu camino, de repente tu rostro se me pierde y quedo desconcertado y extraviado por no saber responderte justo en el momento preciso en que tenía que dar a conocer quién eres para mí.

Y sin embargo, indudablemente, eres tú quién me ha llamado. Entonces, buscando una respuesta podría decir, precisamente, que tú eres para mí Aquel que me ha llamado. Sí, tú me has llamado con todo mi ser de luces y sombras a seguirte adondequiera que vayas. Porque ¿a qué viene toda esa angustia, esa sensación de extravío cuando no cumplo con lo que corresponde a tu llamado por ir tras las voces de este mundo o por haber aflojado el paso? Además, ¿por qué no encuentro nada que me haga tan feliz y me deje tan en paz que cumplir tu voluntad y en tu nombre servir a los demás y sobrellevar mi cruz de cada día? Tú eres Aquel que me ha llamado también confiando en mis dones, que no son otros que los que tú me has concedido, porque a pesar de todo esperas de mí muchos frutos, esperas lo mejor.

Jesús, ya para despedirme, a ti que nada se te oculta de mí, dime: ¿Quién dices tú que soy yo?

Para reflexionar:

¿Quién es y qué lugar ocupa Jesús en mi vida? La respuesta que doy sobre quién es Jesús para mí ¿proviene de mí o de otros? Sin duda que para Jesús somos lo mejor, el trofeo más preciado, porque dio su vida para salvarnos ¿en verdad lo creo? ¿A qué me mueve esta creencia?

miércoles, 13 de octubre de 2010

LA SALVACIÓN COMO META A ALCANZAR

Como cristianos tenemos una sola meta a alcanzar mientras peregrinamos en esta tierra: la salvación, que es el estado de gracia por el cual Dios nos libera de nuestros pecados, nos devuelve a la libertad y nos hace sentir verdaderamente hijos suyos. La salvación es un don que Dios nos ha concedido por los méritos de Jesucristo y que nosotros aceptamos con fe (Ef 2,4-8), pero aún no la tenemos de modo pleno, sino hasta el final de los tiempos. Por eso dice San Pablo que estamos salvados pero en esperanza (Rom 8,24), y que por tanto hay que procurar esta salvación con santo temor (Flp 2,12).

Las cosas que en la vida nos puedan ocurrir, antes de juzgarlas como buenas o malas, no son otra cosa sino “invitaciones” que Dios nos hace para acercarnos más a él, es decir, para aceptar su salvación con humildad y fe. Entonces, las cosas que consideramos buenas como la salud y la fortuna, o las que consideramos malas como la enfermedad y ciertos problemas, no son sino medios para obtener la salvación que es nuestra meta. A veces sucede que, cuando estamos enfermos, pedimos a Dios que nos dé la salud, y una vez que nos la concede nos olvidamos de él. También le pedimos que resuelva nuestros problemas, y cuando estos se ven resueltos nos olvidamos de agradecerle. Esta es la actitud propia de quien absolutiza los medios, buscando más la salud de un mal físico o la solución de sus problemas que la salvación, nuestra meta a alcanzar, ignorando que no hay mayor salud y solución a nuestra vida que la salvación, el estar en gracia de Dios. Lo demás es secundario. Nuestra fe no es solo un pedir, es ante todo un agradecer.

Una vez vinieron a Jesús diez leprosos pidiendo la curación y, obedeciendo la orden de Jesús de presentarse a los sacerdotes, quedaron curados en el camino. Pero solo uno volvió donde Jesús para agradecerle, porque en él había reconocido no a un simple curandero, sino a Alguien que da la salvación, algo mucho mayor que una simple curación (Lc 17,11-19). Al fin y al cabo, las enfermedades como los problemas de la vida van y vienen. Como seres humanos, limitados, estamos expuestos a todo. Lo único que cambia nuestra vida, la transforma y la convierte es la salvación aceptada con fe. Por eso dice San Pablo: “Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10,9). En adelante, por consecuencia, nuestra vida tiene un cambio sustancial, tanto en el modo de vivirla y asumirla como de afrontarla. Los otros nueve leprosos que no volvieron donde Jesús solo buscaban la curación de un mal particular, no les interesaba la salvación, un cambio de vida. Obtenida la curación, creían que Jesús ya no les hacía falta, ya lo volverían a buscar cuando se presentara una nueva necesidad. Quedaron curados, sí, pero sus vidas seguían igual que antes.

¿Y qué decir si Dios permite la enfermedad o un problema en que parece no haber solución? Pues aún esto es una gracia, porque en ello Dios nos da la oportunidad de acercarnos a él, de reconciliarnos con él y de interceder por los demás. Decía San Pablo: “Todo lo soporto por amor a los elegidos, para que ellos también obtengan la salvación de Jesucristo y la gloria eterna” (2Tim 2,10). En la vida, como todo se puede ganar como todo se puede perder ¿Qué es lo único que no podríamos perder sin nuestro consentimiento?: nuestra salvación obtenida con una fe firme. Quien acaricia la salvación y es constante en ella, ya va degustando esa paz, esa serenidad, esa libertad, ese amor, esa justicia que solo Dios puede dar, sea cual sea su situación.

Nos nutrimos de salvación en los sacramentos como el santo bautismo donde fuimos lavados de nuestros pecados, la reconciliación y la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en la oración, en las obras de caridad, en nuestra lucha constante por la verdad, la justicia y la paz, etc. La salvación es el mejor regalo que Dios nos pudo haber dado en la persona de su Hijo, nuestro Salvador, y será plena cuando estemos con él cara a cara (Ap 22,4). No dejemos pasar cada oportunidad que Dios nos concede, sea próspera o adversa, para darle gracias por todo y poder así escuchar de labios de su propio Hijo: “Levántate, vete. Tu fe te ha salvado” (Lc 17,19).

Para reflexionar:

¿En mi vida de fe estimo más la salvación que la solución de una enfermedad o de un problema? ¿A Dios lo busco más para obtener beneficios particulares que para agradecerle por todo lo que permite que suceda en mi vida? ¿De qué manera cultivo o nutro la salvación en mi vida de fe? ¿Cómo compruebo que estoy en camino de salvación?

jueves, 2 de septiembre de 2010

AMAR ES DAR LA VIDA

No hay nada tan bello como el amor, pero tampoco hay nada que cause tanto dolor como él. Por amor el hombre es capaz de hacer cosas heroicas, únicas, de esas que solo se ven una vez en la vida. Y por amor, también puede llegar a perder el juicio, a olvidarse de sí y a no tener más voluntad que aquello que lo domina o lo ciega. Por amor puede encontrarle sentido a la vida, y por amor puede sentirse el más desgraciado al no poseer aquello que roba sus sueños.

El amor, antes de encontrarlo, nos sale al encuentro donde menos lo esperamos, pero no entra en nosotros sin el consentimiento de nuestra libertad, porque el amor no busca esclavos, sino anidar en hombres libres. El amor, si quiere ser tal, precisa de una voluntad libre y pensante para llevar a cabo su cometido y ser verdaderamente feliz.

El hombre que es feliz por el amor se hace fuerte en la adversidad, en lo imposible se tiene fe, en el fracaso sabe esperar y cualquier dolor lo soporta. Asume el amor en todas sus dimensiones sin rebajarlo únicamente al aspecto sensual o egoísta. Sabe disfrutar y compartir sus logros, y tan libre es para acoger como para dejar partir. Por alguien así descubrimos que el amor dignifica y ennoblece a la persona, y que detrás de un rostro feliz se pueden esconder mil combates perdidos, sí, perdidos, porque no han podido vencerlo.

Por otra parte, quien es infeliz por el amor, no hace sino develar las telarañas de su alma en las cuales quiere atrapar el amor como lo hace con todo lo demás, pero el amor no se deja atrapar porque busca ser libre. Y es esta fiebre posesiva, no el amor en sí, la que hace infeliz al hombre. El amor no es algo que se posee, se da por sí mismo y busca sintonizar en un ser que también sabe darse y ser fiel hasta el máximo sacrificio. En efecto, el amor tiene por característica principal el dar, y es en el dar donde encuentra su recibir.

Jesús tuvo un amor, que es igual a decir una pasión, por el cual se dio por entero: el Reino, que no es otro sino el Reino de Dios. Por este Reino, Jesús busca hacer presente a Dios entre los hombres, a quienes busca liberar de cuanto atenta contra su dignidad y los endemonia; por eso los sana de sus enfermedades y les renueva la esperanza. Por este Reino dejó casa, parientes, la posibilidad de una vida propia y se aventuró a llevar una vida itinerante llevando tras de sí a cuantos en él veían a un hombre enamorado, cuya pasión contagiaba y daba vida nueva a quienes ya se sentían perdidos. Pero su amor a este Reino también suscitó ciertas sospechas entre quienes veían en riesgo sus privilegios a costa de la postración de los últimos, a quienes Jesús de modo especial anunciaba el Reino. Su amor por el Reino, que no es otra cosa sino su pasión por el hombre, su deseo de hacer actuar a Dios en la tierra y de ver a los hombres no dispersos sino congregados, lo llevó hasta el máximo suplicio donde aún se dio la oportunidad de perdonar a sus verdugos. Estoy seguro que Jesús no hubiera cambiando esta pasión por nada. Su amor fue tan fuerte que ni el odio ni la muerte acabaron con él.

Jesús se dio por entero, se despojó de sí mismo, se entregó libremente. Nadie le quitó la vida, él mismo la dio. No se guardó nada para sí. En él el amor llegó a su plenitud. Es el hombre feliz por excelencia porque pudo darlo todo venciendo cualquier atadura, incluyendo la de la muerte. En adelante nadie podrá decir que ama sino se entrega con total pasión como lo hizo Jesús, si no es fiel en su amor hasta el final, si su amor no ve superada cualquier prueba y si en su mismo darse no encuentra su mayor satisfacción. Porque, ¿qué más amor se le puede exigir a alguien que es capaz de dar su propia vida en favor de los demás? (Jn 15,13).

Para reflexionar:

¿Tengo algo o alguien por lo que soy capaz de dejar todo? ¿Mi amor ata o libera las personas? ¿Qué riesgos soy capaz de asumir por amor? ¿Existe alguien o algo por lo que no dudaría en dar mi vida?

domingo, 15 de agosto de 2010

FE EN DIOS

En lo personal ninguna definición de lo que es fe hasta hoy me ha dejado satisfecho, quizás porque habría que definir la fe no tanto por las palabras, sino por su vivencia. Sin embargo, la Carta a los Hebreos dice “la fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1). Ciertamente, la fe entraña una espera de algo que aún no es patente, a menos que lo único patente sea una promesa por la cual el creyente se pone en marcha a vivir la aventura de la fe, eso sí, con una esperanza a toda prueba.

Los creyentes tenemos un prototipo en la persona de Abraham, nuestro padre en la fe, quien creyó en Dios y Dios se lo tuvo en cuenta (Gn 15,6). Salió en búsqueda de una tierra que Dios le iba indicar, y por ello dejó su mundo: su tierra, sus parientes, la casa de su padre, (Gn 12,1) todo lo que para un hombre significa su patrimonio, su seguridad, su vida misma. Inició una nueva vida a sus ¡75 años de edad! (Gn 12,4) con la única confianza de que Dios cumpliría la promesa que le hizo: hacer de él un gran pueblo sobre el cual haría descender su bendición (Gn 12,2). Esperó pacientemente a que Dios le diera una muestra de fidelidad a su promesa haciéndole nacer un hijo de Sara, su mujer, a pesar de la avanzada edad de ambos (Gn 17,17). Este acontecimiento, sin duda alguna, llenó de inmensa alegría a Abraham, pues por fin obtenía aquello que tanto quería: un hijo.

Sin embargo, ¿acaso la fe de Abraham escondía algún interés o era totalmente sincera? Qué tal si no le hubiera nacido ese hijo ¿su fe en Dios seguiría firme? La prueba a la cual Dios lo somete toca las fibras más íntimas de todo hombre: renunciar a lo más querido para dejar bien en claro que no debe haber nada ni nadie que condicione la fe en Dios. Dios le pide a Abraham que le entregue en sacrificio a su único hijo, ¡lo más querido por él! (Gn 22,1-2). Nada fácil tuvo que haber resultado esta prueba de desprendimiento de su hijo para el padre en la fe. Y sin embargo, cuando ya estaba presto para asestar el puñal en la humanidad de su hijo, el ángel del Señor lo detuvo. Así quedó probada la total sinceridad de la fe de Abraham: que ni su único hijo, lo más querido por él, le había negado a Dios (Gn 22,10-12; Heb 11,17).

Esta misma fe en Dios se completa de modo excelso en la persona de Cristo, a quien Dios Padre entregó por nuestros pecados. En efecto, el Hijo de Dios, Jesucristo, renunció a la gloria que tenía con el Padre desde antes de los siglos (Col 1,17) para poner su morada entre nosotros los hombres (Jn 1,14). Asumió nuestra condición humana con todas sus limitaciones, excepto en el pecado (Heb 4,15). Y, por nuestra salvación, llegó hasta el máximo suplicio de la cruz entregando su vida en las manos del Padre (Lc 23,46). Pero el Padre, que nunca olvida a quienes a Él se confían a pesar de todo, se acordó de él resucitándolo de entre los muertos (Hch 3,15) y que ahora reina glorioso por los siglos de los siglos e intercede por nosotros.

No hemos buscado definir conceptualmente la fe, más bien hemos presentado algunas pinceladas de la vida de Abraham y de Jesús, para entresacar lo que implicaría vivir la fe en Dios. Ante todo sería una renuncia a determinadas seguridades de las que fuimos haciendo nuestro mundo. Sería también un ponerse en marcha en pos de una promesa por la cual vale la pena dejarlo todo. Incluiría, desde luego, una esperanza o una perseverancia a toda prueba que ponga tan solo a Dios, una y otra vez, como el centro de nuestras vidas.

Por último, no olvidemos que la fe es un don de Dios, una llamada a la cual respondemos con total libertad y voluntad, asintiendo con el entendimiento a lo que Dios nos revela. Y para que no flaquee ante las contrariedades de la vida, continuamente, con humildad, hay que elevar nuestro ojos al cielo y exclamar: “Señor, yo creo, pero ayúdame a tener más fe” (Mc 9,24).

Para reflexionar:

¿Qué tanto estoy viviendo lo que serían las implicaciones de la fe en Dios? ¿Vivo mi fe como un acto valiente de confianza en Dios, o la vivo de modo infantil, llena de miedos y seguridades? ¿Qué cosas he sacrificado en mi vida, o qué cosas estaría dispuesto a sacrificar por ponerme en el camino del Señor?

EL ENCUENTRO CON JESÚS

"No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus Caritas Est 1). Estas son las palabras de Benedicto XVI que pone en el centro ese suceso maravilloso que transforma la vida de cualquier persona: el encuentro con Jesús. Y solo el cristiano verdadero sabe dar testimonio de tal encuentro.

Pero ¿qué significa encontrarnos con Jesús? Sea lo que signifique, la consecuencia de este encuentro no será otro que un gozo indescriptible que nos lleve a dejar nuestra vida anterior por una nueva en la que tengamos a Jesús como el Señor de nuestra vida. Entonces, Jesús vendría a ser ese tesoro escondido en un campo que al descubrirlo, llenos de alegría, vendemos todo por adquirir ese campo; o bien, vendría siendo esa perla de gran valor y que al encontrarla vendemos todas las demás por adquirir esa perla que es única (Mt 13,44-46).

Sin embargo, aventurémonos en dilucidar qué puede significar ese encuentro con Jesús. Tarea nada fácil para quien, más que haberse encontrado con Jesús, humildemente debe reconocer que todavía, con altibajos, está en búsqueda de Jesús, que ya es una gracia nada desdeñable. Antes que nada habría qué reconocer que nosotros no encontramos primero al Señor, sino que es el Señor quien primero sale a nuestro encuentro. Dice la Carta a los Hebreos "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio de su Hijo" (Heb 1,1-2). En efecto, cuando el hombre por desobediencia se apartó de Dios, Dios nunca dejó de venir a su encuentro ni le retiró su amor, amor que halla su culmen al haber entregado a su propio Hijo por nuestros pecados y tuviéramos vida eterna (Jn 3,16). Y en este Hijo, que no es otro sino Jesús, se nos revela el rostro de Dios Padre (Jn 14,9), el mismo que no deja de venir a nuestro encuentro porque nunca ha querido vernos solos, mucho menos enemistados con él.

El encuentro con Jesús marca un antes y un después en nuestras vidas. Nada mejor que el evangelio de Juan para describir cómo en una cadena ininterrumpida sus primeros discípulos fueron pasando la voz a otros dando testimonio de este encuentro que seguramente los había dejado tan fascinados que dejaron sus vidas anteriores por ir detrás de él (Jn 1,35-51). Entonces, el encuentro con Jesús implica necesariamente un cambio de vida, a lo que llamamos conversión. Y es que uno no puede quedar igual después de haberlo encontrado y experimentado la fuerza de su amor que nos da la paz y el perdón, la solidez de su verdad y de su justicia que nos devuelve a la dignidad de hijos e hijas de Dios. No podemos quedar igual porque descubrimos que en cada persona tenemos un hermano hacia el cual ya no podemos quedar indiferentes, porque es en cada ser humano, especialmente en los más necesitados, en donde el Señor busca ser descubierto (Mt 25, 31-46). Ya no podemos seguir igual que antes porque lo que era tan preciado por nosotros, ahora, comparado con Cristo, ya no merece el menor interés (Flp 3,7-8). ¿Qué maravilla de encuentro con Jesús pudo tener san Pablo en su camino a Damasco, que de perseguidor de cristianos pasó a ser el más ferviente anunciador del evangelio de todos los tiempos sin importarle poner en riesgo su vida? (Hch 21,13).

Y por último, un encuentro de tal naturaleza, que se alimenta de la Palabra de Dios y la oración, necesariamente tiene que ser compartido, es decir, nos empuja a la misión. Una buena noticia no puede no ser comunicada. Se anuncia por sí misma. Por eso "conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor al llamarnos y elegirnos nos ha confiado" (Aparecida 18).

Para reflexionar:

¿Cuáles son esos gestos o actitudes que demuestran mi encuentro con Jesús? ¿Qué puede impedir o retardar mi encuentro con el Señor? ¿Aún me escondo del Señor por temor a las exigencias ignorando el gozo sin precedente que me puede regalar?