martes, 6 de septiembre de 2011

LIBERTAD Y SEGURIDAD

Existe un cierto perfil de persona que, en su afán por conseguir ciertas seguridades (poder, dinero, bienes, aceptación, reconocimiento, títulos, fama, comodidad, placer, etc.), sin darse cuenta, se va volviendo esclavo de esas mismas seguridades, de tal manera que llega a pensar que este es el único modo de ser feliz y que sería imposible otro modo de vida en la cual no se pudiera gozar de tales privilegios.

Sin embargo, la persona está llamada a vivir la aventura de la libertad. Y la libertad, como corcel indómito nos provoca con tal ímpetu a ir más allá cuanto más nos empeñamos en obtener aquello que luego se convertirá en atadura para nuestro espíritu, de este espíritu que nos ha sido dado con un par de alas grandes para poder volar hacia nuevas latitudes, hacia donde no tengamos que depender de ninguna atadura que por mucha seguridad que nos brinde no deja de robarnos tiempo, atención, preocupación y que termina por cansarnos. Pero hay que tener en cuenta que son pocas las personas que estarían dispuestas a pagar el precio de la libertad, porque la libertad no exige seguridad alguna, sino confianza y amor (E. Arens).

A la libertad le encanta ir siempre más allá de lo que ha conseguido, hacia un terreno antes nunca explorado. Sin seguridad alguna de lo porvenir la libertad precisa de confianza, a esta confianza la mueve el amor que todo lo espera y todo lo puede, y el amor odia lo rutinario, como es creativo siempre se inventa lo nuevo. De ahí que nuestra libertad esté en constante búsqueda, es decir, deja lo asegurado que nunca satisface por buscar algo aún mejor y que pueda dar mayor satisfacción a nuestro espíritu. Sin embargo, cuando emprendemos la marcha arriesgando todo por experimentar la libertad, en el proceso empezamos a sentir las exigencias del cambio de vida y no nos faltarán las quejas propias de quien se aventura a atravesar un desierto agreste. Entonces se asoma la gran tentación de volver atrás, a nuestras seguridades de antes donde, aunque presos de la rutina y la costumbre, estábamos simplemente tranquilos, sin las penurias propias de quien se pone en marcha. Es cuando pensamos aquel dicho que dice: mejor malo por conocido que bueno por conocer.

Y si llegáramos a dar marcha atrás, aun en aras de la prudencia, estaríamos claudicando cobardemente ante la posibilidad que nos abre el destino de ser nuevamente libres. Libres de ese mundo que nos hemos creado a nuestra a imagen y semejanza con seguridades que delatan al mismo tiempo nuestros temores. Libres de ese mundo que teníamos en nuestras manos y que sin saberlo cómo pasamos a estar en sus manos, y que ahora agobia nuestra vida, nuestra pobre vida que al final de su existencia con nada se quedará.

Jesús nos dice “vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados y yo les daré alivio” (Mt 11,28). Solo Jesús es quien nos colma. Él es nuestro descanso, él desata nuestras amarras de falsas seguridades de miedos y prejuicios. Él es nuestra paz (Ef 2,14), y en su nombre todo lo podemos (Flp 4,13). Jesús nos invita a confiar en el Padre, que con su gracia nos ha de sostener y no permitirá que nos falte nada, porque si a las aves del cielo las alimenta y no deja sin vestido a los lirios del campo ¡qué no hará por nosotros que somos sus hijos e hijas muy amados! (Mt 6,26.28-30). Necesitamos de mayor confianza en Dios como el niño en brazos de su madre, rompiendo la barrera de nuestras seguridades, viviendo la aventura de la libertad, para así sentir de qué manera a cada paso el Señor nos lleva de su mano.

Para reflexionar:

¿Privilegio más mi libertad que mi seguridad? ¿De qué manera cada día voy ganando mi libertad? ¿Qué cosas están haciendo de mí una persona instalada y acomodada a quien le cuesta bastante ponerse en marcha hacia nuevos senderos?

martes, 26 de julio de 2011

LOS VALORES Y LA PERSONA HUMANA

En estos tiempos cuántas veces no hemos escuchado que estamos viviendo una pérdida de valores cuando constatamos que, de una u otra manera, en nuestra sociedad, existe un debilitamiento del respeto por la persona humana. Y es que los valores solo valen cuando sirven al bien de la persona. En realidad, lo que vivimos es una crisis de valores porque los hemos relativizado, es decir, se viven no de un modo objetivo sino según el parecer o los intereses de cada quien, de este modo terminamos por relativizar a la persona que es la dignidad más alta en cuanto ser trascendente, imagen y semejanza de Dios. Olvidar esto es perder el sentido de los valores. Los valores, pues, son en función de la persona.

Consideramos como valor aquello que ennoblece, que nos ayuda a llevar una sana convivencia con los demás y a crecer como personas, aún si ese valor nos lleva al sacrificio de la propia vida, siempre y cuando sea por una causa noble, es decir, cuando se persigue el bien de la persona. Es por los valores que una persona tiene principios y es fiel a ellos aunque a otros no les importe. Cuando los valores no se asumen se cae fácilmente en el fingimiento, se proyectan hacia fuera ciertos valores que no provienen del corazón, y a la menor oportunidad viene el ensañamiento. Es cuando aparece la hipocresía. Entonces, ¿de qué nos servirían la responsabilidad, la devoción, el orden, etc. si empezamos a juzgar o criticar a los demás tan solo porque no son como nosotros? ¿Acaso nos creemos mejores que otros?

En el plano religioso, Jesús fustigó duramente a los fariseos, a quienes llamaba hipócritas porque, a pesar de cumplir con las exigencias la Ley, con lo que se creían justos, eran indolentes con las personas que no podían cumplir como ellos. Y les reprochaba que descuidaban lo más importante de la ley: la voluntad de Dios, la misericordia y la fe (Mt 23,23; Lc 11,42). Por eso mismo, no dudó en justificar al publicano, quien sí reconocía sus pecados, frente aquel fariseo que se vanagloriaba de sus méritos y de no ser como los demás (Lc 18,9-14). Para el pueblo de Israel el cumplimiento de la Ley era estar en gracia de Dios, y algunos sectores creían que bastaban oraciones, ayunos y limosnas para quedar bien con Dios aunque fueran indiferentes con el prójimo. Los profetas condenaban esta actitud hipócrita. Uno de ellos fue Isaías, para quien Dios estaba harto de prácticas religiosas cuando no procedían de un corazón sincero, por ello exigía buscar el derecho, proteger al oprimido, socorrer al huérfano y a la viuda (Is 1,10-20). No hay valor que valga si se olvida el respeto por la dignidad de la persona humana. Y Jesús rescató a la persona poniéndola al centro de cualquier valor, así fuera la más pecadora.

Los valores bien asumidos no se fuerzan, se viven con gusto y desde la convicción, con total libertad. Por ellos damos a conocer lo que somos, lo que vivimos y lo que queremos llegar a ser, y por ellos seremos recordados aún después de nuestra vida como una huella imborrable. Los valores pueden perfeccionarse, hay que pulirlos constantemente porque su descuido puede llevarnos a un retroceso. Ahora bien, los valores no tienen precio, son innegociables en cualquier circunstancia. Son nuestros principios. Quien acceda a negociar sus valores se estaría prostituyendo porque sería ponerse precio a sí mismo, y ponerse precio es permitir que los demás pasen por encima de nuestra dignidad humana, algo verdaderamente lamentable.
En estos tiempos de consumo se tiene la costumbre de valorar todo desde el provecho que podemos obtener, y la relación ya no es de persona a persona, sino de consumidor a objeto, y por objeto se toma incluso a la persona en función del propio interés. Esta tergiversación de valores nos lleva a valorar a la persona ya no por lo que es, sino por lo que tiene o produce. Para que los valores se recobren auténticamente habrá que empezar por el respeto irrestricto a la persona humana desde su concepción en el vientre materno hasta su muerte natural, sea cual sea su condición: credo, raza, sexo, cultura, etc.

Que el Señor, que nos enseñó a amar al prójimo como a uno mismo, nos dé la sensibilidad de poner a la persona humana no como medio, sino como fin de cada uno de nuestros valores, tratando a los demás como nos gustaría ser tratados por ellos mismos (Lc 6,31).
Para reflexionar:

¿Por qué es tan urgente rescatar los valores? ¿La persona humana es la parte central de mis valores? ¿A nivel personal, a nivel social y como Iglesia qué podemos hacer para promover la práctica de valores?

domingo, 22 de mayo de 2011

Y USTEDES ¿QUIÉN DICEN QUE SOY YO?

Querido Jesús:

Acabo de leer en tu evangelio una pregunta que haces a tus discípulos y que no deja de cuestionarme: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?” (Mc 8,29). Y me cuestiona porque mientras no defina quién eres para mí no tendré suficientemente claro de qué manera te pueda seguir y servir. Es por eso que te escribo esta misiva para tratar de darte una respuesta. Ya de entrada deja decirte que cualquier respuesta que te dé probablemente no me dejará satisfecho, no sé si a ti. Seguramente esta pregunta me acompañará toda la vida sin haber dado con una respuesta del todo satisfactoria.

Podría responderte lo que la gente común de tu tiempo decía de ti: que si eres Juan el Bautista, Elías u otro profeta (Mc 8,28), porque se han deslumbrado con tus signos maravillosos. En los tiempos actuales muchos te ven tan solo como un carismático, alguien que trajo al mundo un mensaje de paz. Los hubo incluso quienes, no hace mucho, te confundían con un revolucionario, amigo de las masas que llamaba a un cambio radical, así fuera por las armas. Todavía hay quienes te ven como un curandero, alguien a quien recurrir por un milagro para que sus problemas se vean solucionados y nada más.

También podría responderte aventuradamente como Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). ¿Y para qué? ¿Acaso para buscar tu favor de que le des el visto bueno a mis pensamientos que se acomodan más al modo de ser de los hombres que al de Dios? ¿No buscaría con ello desviarte de tu misión y conducirte a la gloria que da el mundo sin que pases por la fuerza liberadora y purificadora de la cruz, y así, al amparo de tu nombre, poder vivir de privilegios?

Pero no. Tú me pides una respuesta personal, nacida de un auténtico encuentro contigo que me lleve a dejarlo todo, a abrazar tu vida y tu pasión por el reino y por el hombre. Una respuesta que me permita dejarme moldear por ti desde dentro para llegar a ser un hombre nuevo. Una respuesta que sea signo de mi obediencia incondicionada a ti y a tu misión hasta las últimas consecuencias. En fin, una respuesta que me lleve a ser como tú, entiendo por ello: a vivir como tú moriste y a morir como tú viviste.

Lamento decirte que tal respuesta aún escapa a mis posibilidades. Quizá porque en el fondo escondo un cierto temor. Qué tal si mi respuesta es mezquina o mediocre buscando disuadirte mereciendo por ello tremenda reprimenda que le diste a Pedro llamándolo satanás (Cf. Mc 8,33). Tal vez me cuesta decir quién eres para mí por temor a tus exigencias o por sentirme demasiado débil como para cargar con mi cruz de cada día, porque, no pocas veces me sucede que, cuando más seguro me siento en tu camino, de repente tu rostro se me pierde y quedo desconcertado y extraviado por no saber responderte justo en el momento preciso en que tenía que dar a conocer quién eres para mí.

Y sin embargo, indudablemente, eres tú quién me ha llamado. Entonces, buscando una respuesta podría decir, precisamente, que tú eres para mí Aquel que me ha llamado. Sí, tú me has llamado con todo mi ser de luces y sombras a seguirte adondequiera que vayas. Porque ¿a qué viene toda esa angustia, esa sensación de extravío cuando no cumplo con lo que corresponde a tu llamado por ir tras las voces de este mundo o por haber aflojado el paso? Además, ¿por qué no encuentro nada que me haga tan feliz y me deje tan en paz que cumplir tu voluntad y en tu nombre servir a los demás y sobrellevar mi cruz de cada día? Tú eres Aquel que me ha llamado también confiando en mis dones, que no son otros que los que tú me has concedido, porque a pesar de todo esperas de mí muchos frutos, esperas lo mejor.

Jesús, ya para despedirme, a ti que nada se te oculta de mí, dime: ¿Quién dices tú que soy yo?

Para reflexionar:

¿Quién es y qué lugar ocupa Jesús en mi vida? La respuesta que doy sobre quién es Jesús para mí ¿proviene de mí o de otros? Sin duda que para Jesús somos lo mejor, el trofeo más preciado, porque dio su vida para salvarnos ¿en verdad lo creo? ¿A qué me mueve esta creencia?