jueves, 2 de septiembre de 2010

AMAR ES DAR LA VIDA

No hay nada tan bello como el amor, pero tampoco hay nada que cause tanto dolor como él. Por amor el hombre es capaz de hacer cosas heroicas, únicas, de esas que solo se ven una vez en la vida. Y por amor, también puede llegar a perder el juicio, a olvidarse de sí y a no tener más voluntad que aquello que lo domina o lo ciega. Por amor puede encontrarle sentido a la vida, y por amor puede sentirse el más desgraciado al no poseer aquello que roba sus sueños.

El amor, antes de encontrarlo, nos sale al encuentro donde menos lo esperamos, pero no entra en nosotros sin el consentimiento de nuestra libertad, porque el amor no busca esclavos, sino anidar en hombres libres. El amor, si quiere ser tal, precisa de una voluntad libre y pensante para llevar a cabo su cometido y ser verdaderamente feliz.

El hombre que es feliz por el amor se hace fuerte en la adversidad, en lo imposible se tiene fe, en el fracaso sabe esperar y cualquier dolor lo soporta. Asume el amor en todas sus dimensiones sin rebajarlo únicamente al aspecto sensual o egoísta. Sabe disfrutar y compartir sus logros, y tan libre es para acoger como para dejar partir. Por alguien así descubrimos que el amor dignifica y ennoblece a la persona, y que detrás de un rostro feliz se pueden esconder mil combates perdidos, sí, perdidos, porque no han podido vencerlo.

Por otra parte, quien es infeliz por el amor, no hace sino develar las telarañas de su alma en las cuales quiere atrapar el amor como lo hace con todo lo demás, pero el amor no se deja atrapar porque busca ser libre. Y es esta fiebre posesiva, no el amor en sí, la que hace infeliz al hombre. El amor no es algo que se posee, se da por sí mismo y busca sintonizar en un ser que también sabe darse y ser fiel hasta el máximo sacrificio. En efecto, el amor tiene por característica principal el dar, y es en el dar donde encuentra su recibir.

Jesús tuvo un amor, que es igual a decir una pasión, por el cual se dio por entero: el Reino, que no es otro sino el Reino de Dios. Por este Reino, Jesús busca hacer presente a Dios entre los hombres, a quienes busca liberar de cuanto atenta contra su dignidad y los endemonia; por eso los sana de sus enfermedades y les renueva la esperanza. Por este Reino dejó casa, parientes, la posibilidad de una vida propia y se aventuró a llevar una vida itinerante llevando tras de sí a cuantos en él veían a un hombre enamorado, cuya pasión contagiaba y daba vida nueva a quienes ya se sentían perdidos. Pero su amor a este Reino también suscitó ciertas sospechas entre quienes veían en riesgo sus privilegios a costa de la postración de los últimos, a quienes Jesús de modo especial anunciaba el Reino. Su amor por el Reino, que no es otra cosa sino su pasión por el hombre, su deseo de hacer actuar a Dios en la tierra y de ver a los hombres no dispersos sino congregados, lo llevó hasta el máximo suplicio donde aún se dio la oportunidad de perdonar a sus verdugos. Estoy seguro que Jesús no hubiera cambiando esta pasión por nada. Su amor fue tan fuerte que ni el odio ni la muerte acabaron con él.

Jesús se dio por entero, se despojó de sí mismo, se entregó libremente. Nadie le quitó la vida, él mismo la dio. No se guardó nada para sí. En él el amor llegó a su plenitud. Es el hombre feliz por excelencia porque pudo darlo todo venciendo cualquier atadura, incluyendo la de la muerte. En adelante nadie podrá decir que ama sino se entrega con total pasión como lo hizo Jesús, si no es fiel en su amor hasta el final, si su amor no ve superada cualquier prueba y si en su mismo darse no encuentra su mayor satisfacción. Porque, ¿qué más amor se le puede exigir a alguien que es capaz de dar su propia vida en favor de los demás? (Jn 15,13).

Para reflexionar:

¿Tengo algo o alguien por lo que soy capaz de dejar todo? ¿Mi amor ata o libera las personas? ¿Qué riesgos soy capaz de asumir por amor? ¿Existe alguien o algo por lo que no dudaría en dar mi vida?

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